LAS VIRTUDES HUMANAS

1. Concepto de virtud 

Con el término «virtud» (del latín virtus, que corresponde al griego areté) se designan cualidades buenas, firmes y estables de la persona, que, al perfeccionar su inteligencia y su voluntad, la disponen a conocer mejor la verdad y a realizar, cada vez con más libertad y gozo, acciones excelentes, para alcanzar su plenitud humana y sobrenatural. Alcanzar la plenitud humana y sobrenatural no puede entenderse en un sentido individualista: el fin de las virtudes no es el autoperfeccionamiento ni el autodominio, sino -como ha puesto de relieve S. Agustín- el amor, la comunión con los demás y la comunión con Dios. Las virtudes que se adquieren mediante el esfuerzo personal, realizando actos buenos con libertad y constancia, son las virtudes humanas, naturales o adquiridas: unas perfeccionan especialmente a la inteligencia en el conocimiento de la verdad (intelectuales); y otras, a la voluntad y a los afectos en el amor del bien (morales). Las virtudes que Dios concede gratuitamente al hombre para que pueda obrar de modo sobrenatural, como hijo de Dios, son las virtudes sobrenaturales o infusas. Solo a estas puede aplicarse enteramente la definición agustiniana de virtud: «Una buena cualidad del alma, por la que el hombre vive rectamente, que nadie usa mal, y que Dios obra en nosotros sin nosotros»1 . Entre ellas ocupan un lugar central las teologales –fe, esperanza y caridad-, que adaptan las facultades de la persona a la participación de la naturaleza divina, y así la capacitan para unirse a Dios en su vida íntima. Con la gracia, se reciben también los dones del Espíritu Santo, que son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir las iluminaciones e impulsos del Espíritu Santo. A algunas personas Dios les otorga ciertas gracias, los carismas, ordenadas directa o indirectamente a la utilidad común. 

2. Las virtudes intelectuales
Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo y la necesidad de conocer la verdad. Esta aspiración, que consiste, en el fondo, en el «deseo y nostalgia de Dios»2 , solo se sacia con la Verdad absoluta. Una vez conocida la verdad, el hombre debe vivir de acuerdo con ella y comunicarla a los demás. La actividad intelectual –aprendizaje, estudio, reflexión- de la persona que busca la verdad, engendra en ella las virtudes intelectuales. La adquisición de conocimientos verdaderos capacita para alcanzar otros más profundos o difíciles de comprender.
 2.1. División de las virtudes intelectuales 
La razón dispone de dos funciones: la especulativa o teórica y la práctica. La razón especulativa tiene por fin conocer la verdad sobre el ser; y la razón práctica, dirigir la acción según la verdad sobre el bien. La primera aprehende lo real como verdadero; la segunda, como bueno.

 a) Las virtudes que perfeccionan la razón especulativa son las siguientes:
 —El hábito de los primeros principios especulativos o entendimiento (noûs, intellectus). Gracias a él la razón percibe de modo inmediato las verdades evidentes por sí mismas, sobre las que se asientan todos los demás conocimientos.
 —La sabiduría (sophía, sapientia): es la virtud que perfecciona a la razón para conocer y contemplar la verdad sobre las causas últimas de todas las cosas; la verdad que responde a los problemas más profundos que la persona, en cuanto tal, se plantea. Es, en último término, el conocimiento de Dios como causa primera y fin último de toda la realidad.
 —La ciencia (epistéme, scientia): perfecciona el conocimiento de la verdad sobre los diversos campos de la realidad observable. b) La razón práctica, a su vez, es perfeccionada por las siguientes virtudes:
 —El hábito de los primeros principios prácticos o sindéresis (del griego synteréo: observar, vigilar atentamente): hábito por el que se conocen las primeras verdades de la ley moral natural y los fines de las virtudes. 
—La prudencia (frónesis, prudentia): virtud que perfecciona a la inteligencia para que razone y juzgue bien sobre la acción concreta que se debe realizar en orden a conseguir un fin bueno, e impulse su realización. 
—La técnica o arte (téjne, ars): consiste en el hábito de aplicar rectamente la verdad conocida a la producción o fabricación de cosas. 


 2.2. Características de las virtudes intelectuales Se suele afirmar que las virtudes intelectuales no son estrictamente virtudes, porque, aunque son buenas cualidades del alma, no perfeccionan a la persona desde el punto de vista moral. Mientras que las virtudes morales dan la capacidad para obrar moralmente bien, las intelectuales solo proporcionan el conocimiento de la verdad, y no garantizan el buen uso de ese conocimiento. Sin embargo, esta afirmación no es aplicable a la prudencia –que puede considerarse la virtud moral por excelencia-. En cuanto a las demás, es necesario tener en cuenta lo siguiente: el hecho de que no perfeccionen moralmente a la persona no quiere decir que carezcan de relevancia para la vida moral, ni que su adquisición sea independiente de las virtudes morales del sujeto. Como se irá viendo, unas y otras están íntimamente relacionadas. Los hábitos de los primeros principios están íntimamente radicados en la naturaleza de la persona: puede decirse que, en cierto modo, son innatos a su mente3 . Son una luz intelectual que se actualiza ante la presencia de su objeto propio (la verdad y el bien): siempre que la persona quiere conocer la verdad y el bien, los primeros principios del ser y de la bondad se le presentan como evidentes. Ahora bien, el conocimiento que nos proporcionan estos hábitos se afirma y se hace más luminoso a medida que el sujeto actúa virtuosamente; y, por el contrario, se oscurece en la práctica si el hombre se deja llevar por el error, o actúa en contra de lo que establece la sindéresis. La sabiduría, como conocimiento de la verdad sobre Dios y sobre el sentido último de la realidad, es una virtud del entendimiento especulativo. Desde este punto de vista, no constituye una virtud en el sentido pleno del término4 : no implica necesariamente la perfección moral de quien la posee. Pero tiene también una vertiente práctica, que consiste en dirigir toda la vida de la persona de acuerdo con Dios, Verdad suprema y fin último5 . El hombre verdaderamente sabio es aquel que no solo posee conocimientos sobre Dios, sino que además los toma como criterio de pensamiento y regla de actuación. Por otra parte, como veremos más adelante, las virtudes morales de la persona juegan un papel muy importante en la adquisición de la verdadera sabiduría. Los conocimientos científicos y técnicos, por sí mismos, no hacen moralmente bueno al hombre: puede adquirirlos y emplearlos para el bien o para el mal. Pero si los usa bien –lo cual depende de la voluntad-, se convierten en camino para conocer y amar más a Dios, y en medio para contribuir al desarrollo material y a la perfección moral de uno mismo y de los demás. En este sentido, pueden considerarse virtudes. 
3. Las virtudes morales
3.1. Noción Las virtudes morales: son hábitos operativos buenos, es decir, perfecciones o buenas cualidades que disponen e inclinan al hombre a obrar moralmente bien. Debido a la persistente influencia de algunas antropologías modernas que desprecian la virtud, se impone aclarar que el término «hábito», aplicado a la virtud, no significa costumbre o automatismo, sino perfección o cualidad que da al hombre la fuerza (virtus) para obrar moralmente bien y alcanzar su fin como persona. No se trata de una simple cuestión terminológica; del concepto de hábito operativo depende la adecuada valoración de la virtud en la teología y en la vida moral de la persona. Por costumbre o automatismo se entiende un comportamiento maquinal, rutinario, adquirido por la repetición de un mismo acto, que implica disminución de la reflexión y de la voluntariedad. Cuando se identifica la virtud -hábito operativo- con la costumbre, se concluye fácilmente que el comportamiento virtuoso apenas tiene valor moral, porque es mecánico, no exige reflexión y resta libertad. Sin embargo, nada más lejos de la virtud que la disminución de la libertad. El hábito virtuoso, que nace como fruto del obrar libre, proporciona un mayor dominio de la acción, es decir, un conocimiento más claro del bien, una voluntariedad más intensa y, por tanto, una libertad más perfecta. Además, la costumbre es un determinismo psicosomático, y por eso puede ser modificada por causas ajenas al sujeto: enfermedad, circunstancias externas, etc. En cambio, la virtud, por ser algo propio del alma, es una disposición firme que solo puede ser destruida por la propia voluntad6 . 
3.2. Sujeto y objeto Las virtudes morales 
–excepto la prudencia, que es una virtud de la razón- radican, como en su sujeto, en las potencias apetitivas de la persona: en la voluntad (apetito intelectual) y en los apetitos o afectos sensibles (irascible y concupiscible)7 . No sólo la voluntad, también la afectividad sensible tiene que ser integrada en el orden de la razón de tal modo que, en lugar de ser una rémora para la voluntad, potencie su querer. «Pertenece a la perfección moral del hombre que se mueva al bien, no solo según su voluntad, sino también según sus apetitos sensibles»8 . La educación de la libertad no consiste, por tanto en anular o suprimir las pasiones y los sentimientos, sino en racionalizarlos y encauzarlos, por medio de las virtudes, para que contribuyan a conseguir el fin que la razón señala. Las pasiones así ordenadas son una ayuda que Dios ha concedido al hombre para facilitarle el buen ejercicio de su libertad: contribuyen a la lucidez de la mente y al buen comportamiento moral. Los objetos o fines de las virtudes morales son las diversas clases de obras buenas, necesarias o convenientes, que el hombre debe realizar para alcanzar su perfección como persona. Como los bienes que el hombre debe amar son múltiples, lo son también las virtudes. 3.3. División La división clásica de las virtudes morales establece cuatro virtudes cardinales (del latín cardo: quicio) –prudencia, justicia, fortaleza y templanza-, en torno a las cuales giran otras virtudes particulares.
 —La prudencia (prudentia) -virtud intelectual, por perfeccionar a la inteligencia- es, por su objeto, una virtud moral, madre y guía de todas las demás.
 —La justicia (justitia) «consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido»9 . 
—La fortaleza (fortitudo) «reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral»10 . 
—La templanza (temperantia) «modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados»11 . Las virtudes cardinales tienen dos dimensiones: una general y otra particular. En general son cualidades que deben poseer todas las acciones virtuosas: toda acción debe ser prudente, justa, valiente y templada. La dimensión particular se refiere a los aspectos de la conducta de la persona en los que estas virtudes son más necesarias; así, el objeto particular de la prudencia es imperar la acción que se ha juzgado buena; el objeto de la justicia son las acciones entre iguales; el de la fortaleza, los peligros más difíciles de superar: el miedo a la muerte, etc.; y el de la templanza, las actividades cuya moderación es más difícil: el placer sexual y el placer del gusto. Las virtudes particulares o partes de las virtudes cardinales suelen dividirse en subjetivas, integrantes y potenciales. Se definen brevemente estos conceptos a continuación, pero se comprenderán con más claridad al estudiar cada una de las virtudes cardinales. 
—Las partes subjetivas de una virtud cardinal son diversas especies de esa virtud. 
—Las partes integrantes son virtudes necesarias para la perfección de la virtud correspondiente.
—Las partes potenciales o virtudes anejas de una virtud cardinal, son virtudes que tienen algo en común con esa virtud cardinal, pero no se identifican con ella. El esquema de las cuatro virtudes cardinales citadas se remonta a Plató, es adoptado por muchos teólogos y filósofos, entre ellos por Santo Tomas en la Summa Theologiae, y recientemente por el Catecismo de la Iglesia Católica. Tiene, por tanto, una larga tradición y serios fundamentos. En cambio, la clasificación de las virtudes particulares es más compleja. Aquí se tendrá muy presente la clasificación que sigue Santo Tomás en la Summa Theologiae, pero no conviene tomarla de manera rígida, ni pensar que la importancia de una virtud depende del lugar en el que esté situada dentro del esquema general. Así, por ejemplo, una virtud fundamental como la humildad, que es la condición de toda virtud y debe informar toda la vida de la persona, parece quedar relegada a un segundo término. Sin embargo, si se estudian con detenimiento la misma Summa Theologiae y otras obras de Santo Tomás, se observa que, independientemente de las clasificaciones, el Aquinate otorga a dicha virtud la importancia que tiene realmente en la vida moral12 . 3.4. La necesidad de las virtudes morales Hay al menos tres importantes razones por las que la persona necesita adquirir las virtudes morales13: 

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